Con los pies bien fríos

Que un lunes cualquiera amanezca con una lluvia helada ya es causa de una flojera que la cama apoya en toda su extensión. Pero además llegar al trabajo con los tenis mojados habiendo atravesado charcos y sorteado zanjas es aún más nefasto. Cuando sucede lo que sucedió ese lunes lluvioso de Guadalajara… bueno.

Normalmente me desplazo caminando a la oficina y de regreso a casa. Unos dicen, a manera de reconocimiento, cuando se enteran de que a mí el asunto del gimnasio me queda muy ajeno, que es mi ejercicio diario. Pero ese lunes, como cualquier otro día lluvioso, debí caminar sólo hasta la estación del tren. No puede ser de otra manera porque, unas cuadras antes de llegar a la oficina, por la ruta que suelo tomar, se hacen unos charcos imposibles de cruzar a pie si la intención es llegar completamente seco al trabajo en un día lluvioso. Entonces tomé el tren. En pocos minutos ya estaba entrando en la oficina. Cuando me secaba las suelas de mis tenis en el cartón que colocan a la entrada del edificio a manera de tapete –no es carencia, es responsabilidad con el ambiente–, caí en cuenta de que cruzar con tanto cuidado las pocas calles que caminé había sido inútil. Ahí es donde comencé a sentir el frío en mis pies.

La jornada comenzó como cualquiera otra, con la excepción de mis tenis mojados, por supuesto. Después de una hora en el trabajo yo intentaba moverme un poco más de lo normal, tratando de que ese movimiento secara mi calzado y así sentirme más cómodo, sin frío. Pero no, no resultaba y sólo podía continuar con mis actividades sintiendo mis pies helados. Un usuario, una impresión, una copia, otro usuario… Así pasaban los minutos. Después de las diez de la mañana, como es rutinario, el estómago comenzaba a pedir el almuerzo; pero ello no sucede, en mi caso, sino hasta las once, momento en que tres o cuatro compañeros subimos a la azotea del edificio para comer y convivir un rato. Digamos que eran diez y veinte de la mañana cuando la intención ya se estaba cocinando.

¡Qué chingadazo!, le dije a mi compañera que se sienta en su escritorio a mi derecha, casi frente a mí, como a tres metros, digamos. ¿Qué se cayó?, me preguntó, pero ninguno podíamos saberlo porque nuestro espacio de trabajo tiene sólo un pasillo de acceso y es la única comunicación que tenemos con quienes acuden a la oficina. Sabe, le dije, y me imaginé que a algunos de mis compañeros se les habría caído un mueble o algo parecido; la precaución es algo que no se conoce mucho por esos lares. El sonido había sido realmente impresionante. Levanté mi mirada hacia el frente, hacia donde está el acceso, el pasillo, y miré que mi jefa y una persona más miraban con sorpresa de la mala hacia la escalera que lleva al primer nivel, donde nos encontrábamos nosotros. Miré también, detrás de ellas, como intentando esquivarlas, hacia la impresora, para saber si el documento que había mandado ya estaba listo. Me levanté porque fue imposible ver a través de ellas, la jefa y una persona más, para cerciorarme. Mis pies se sentían cada vez más fríos, pero yo continuaba con el movimiento.

Tomé la hoja que salió de la impresora y me cercioré de que fuera mi trabajo. Estos equipos en estas oficinas son bastante preciados y ocupados; es muy fácil que tus hojas terminen en otro escritorio en el que, eventualmente, se convertirán en hojas para reutilizar. Al regresar hacia mi escritorio, miré en la misma dirección que ellas, las que me estorbaban, mi jefa y una persona más, y sólo vi unos pies moverse como pescadillos fuera del agua. Alguien se cayó. ¡Claro!, ese fue el chingadazo que se oyó y se sintió en el piso, pasó la perspicacia por mi mente. Unos cuantos gritos, con poca histeria puede decirse, si lo comparamos con los terremotos, se escucharon en busca de auxilio. Esos gritos llevaban el nombre de un compañero, certificado por supuesto para estas cosas de los primeros auxilios. Él pasó a mi lado corriendo y se puso a lo suyo, a lo que le sabe. Mi mente, de nuevo, se aceleró: “si la libra, el chingadazo lo deja lento –obviamente fue otra palabra–”.

Continué con mis actividades, que nunca son pocas, en mi escritorio. El frío en mis pies no me permitía sentir empatía por nadie. Yo movía mis dedos para evitar el entumecimiento, pero no lograba tener ni un poquito de calor. Es natural, pero mi esperanza se aferraba. Unos papeles aquí, otros al cajón, otros fuera del cajón… vaya, rutina. En algún momento, alguien –es muy habitual en esta oficina, alguien– dijo que nos bajáramos, que nos retiráramos de nuestra área de trabajo y que podíamos esperar en la recepción del edificio. ¿Por qué?, me pregunté. El caído está así, caído, y nadie, además de los mirones, quiere estar cerca de la situación. Total, para abajo. Pero –el pero no puede faltar– como somos bastantes y la entrada no es tan generosa, algunos decidimos esperar en la acera, afuera del edificio; ¡oh, error!

Podemos decir, con un poco de atrevimiento, que estábamos en un funeral en el trabajo. Como no podíamos retirarnos –y no por falta de ganas– porque alguien dijo que no podíamos, comenzaron las charlas que normalmente se ahogan cuando alguien va por los pasillos, raramente, y con su presencia obliga a bajar la voz en las conversaciones y teclear más rápido mirando las pantallas. Así que fue momento de dar rienda suelta a las emociones rutinarias. Las charlas se mezclaban entre quejas, lamentos, empatías, simpatías, sorpresas y uno que otro cigarro, fuera del edificio, por supuesto. Una hora había pasado desde que el chingadazo había cimbrado los cimientos mismos de esta institución y la ambulancia tenía poco de haber llegado. Algo de profetas tuvimos porque en ese momento llegó la segunda; sí, fueron dos, pero ¿para qué? Bueno, ya nos enteraríamos. O no.

Dos horas después del descalabro –no hubo sangre, calma– seguíamos sin poder retirarnos y aguantando el aire frío. La mayoría de los que habíamos sido bajados ya nos encontraban invadiendo otras áreas en busca de calor humano. Eso tuvo su simpatía; ya saben, estorbar al que ya estorba siempre resulta en un caos muy ameno. Un paramédico bajaba por un artefacto y subía con nada de prisa. Un cigarro y otro más se consumían mientras nuestras quejas, nuestros chistes, nuestras muecas y nuestras carcajadas, sí, todo mezclado, se iban entrelazando bajo la humedad helada de ese lunes fatídico. Mis pies, como los del caído, seguían fríos. Pero bueno, alguien dijo que no debíamos retirarnos.

Mientras frotaba mis manos para tomar calor, recordé haber visto cómo los labios del caído se tornaban negros. Yo salía del baño, que queda justo frente a la escalera que agotó al individuo y lo obligó a desmayarse. Mi compañero, el certificado para estos menesteres, no cesaba de presionar su pecho para ayudarle a regresar de su frío a nuestro frío. Entregado, sí. Pensé, mientras caminaba hacia mi escritorio, que, de recuperarse y no seguir la luz, no sería una persona normal. Pero bueno, la peor lucha es la que no se hace. Él, mi compañero, continúo y nosotros salimos a tomar aires helados.

Algunos usuarios vieron su mejor oportunidad para aprovechar nuestra presencia callejera y ser atendidos. Se hizo hasta lo imposible para hacerles entender –bueno, eso es rutina– que sin el acceso a nuestros equipos y herramientas de Gutierritos tapatíos no podíamos darles el servicio y que lo mejor sería que volvieran al día siguiente. ¿Pero no puedes decirme una sugerencia o algo?, también decían –y también es rutina–. La respuesta era simple y muy conocida, llena de empatía: Me da mucha pena, me encantaría poder apoyarte, pero en este momento me es imposible. Algo tienen nuestras palabras que la mayor parte del tiempo les llegan huecas a los oídos de los usuarios. Ese día, ese lunes frío y húmedo, no sería la excepción.

Tres horas habían transcurrido. Mis pies seguían helados y los paramédicos, junto con los policías, resguardaban la zona donde el caído, ya difunto, descansaba. Nadie, bajo ninguna circunstancia, podía subir al primer nivel para hacer nada. Como buenos oficinistas, hicimos del ninguna circunstancia una ambigüedad y algunos de nosotros nos atrevimos, arriesgando ser amonestados por alguien, o alguien cercano a ese alguien, a subir para servirnos un café y tomar nuestras cosas. Para ese entonces estaba claro que no sería posible que regresáramos a nuestras actividades cotidianas, aunque alguien y los cercanos a alguien creían, por alguna razón lejos de la realidad, lo contrario.

A las dos de la tarde mis pies seguían fríos, aunque no tanto como los del caído. Ya había tomado dos tazas de café y me había fumado más cigarros de los rutinarios. El ambiente, fuera y dentro de la oficina, lo obligaba. Un par de paramédicos se habían ido unos minutos antes, justo después de los policías, y el otro par ya salían del edificio. Mis pies seguían fríos y ya se aproximaban en condición a los del difunto. Al momento de terminar la jornada, mi jefa tuvo a bien acercarme a mi casa. Al quitarme los calcetines, me imaginé como si estuviera colocando al caído en la camilla. Cosas así suceden cuando el frío y la lluvia se unen en Guadalajara.

 
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